Manuel salió temprano junto a varios de sus compañeros del Arsenal Naval de Zárate. Él y unos cuantos viajaron en tren; otros “tomaron prestados” un par de camiones del Arsenal.
Manuel y su grupo llegaron primero a la Plaza, pero nunca pudieron encontrarse con los que habían ido en camión: ya al mediodía de ese miércoles soleado y caluroso, había demasiada gente.
Manuel empezó a buscar a sus hermanos, pero no los halló. Luego sabría que Pedro no había estado muy distante de él, pero más cerca de la Casa de Gobierno; Luis había llegado un rato después que Manuel, quedando bastante más atrás, del lado de la Recova.
Manuel recordaba que, al ponerse a charlar con la gente –hombres de todas las edades, muchos ya casi viejos, y mujeres en su mayoría jóvenes “Nunca había visto tantas minas juntas”, bromeaba Manuel-, todos coincidían en un par de cosas fundamentales: que debía cambiar radicalmente la situación social y laboral de los trabajadores, y que el único tipo que podía impulsar semejante cambio era el coronel Perón. “Habían llegado de todos lados –rememoraba Manuel-: de La Plata, de Avellaneda, de La Matanza, de Tigre…También había gente reciente llegada de Rosario…Y seguían llegando, era impresionante”- contaba y parecía revivir aquel momento.“Cuando por fin apareció Perón en un balcón de la Casa de Gobierno, la Plaza estalló –decía Manuel-. No sé cuántos éramos –algunos dijeron que había un millón de personas, no sé-, pero para donde miraras veías gente y más gente. Un rato largo antes, un militar había salido y preguntado ‘¿Qué quiere el pueblo?’ ante lo cual estallamos en un solo grito: ‘¡Queremos a Perón!’ Creo que ese grito y la incesante llegada de gente convenció a los militares de que no podían reprimir y por eso lo trajeron al coronel”.
Manuel solía contar muchas otras cosas de aquella época. De sus peleas con los comunistas y con los conservadores; de su gran respeto “por los radicales de verdad”, que para él eran los radicales yrigoyenistas; de su trabajo en el Arsenal Naval donde era técnico en explosivos y otras anécdotas, más domésticas. Y todo lo contaba con la mirada del periodista, disciplina que había estudiado aunque nunca ejercido. Pero cuando recordaba el 17 de octubre del 45 le temblaban las manos, se le entrecortaba la voz y se le inundaban los ojos. Cierta vez le pregunté por qué. “Es que ese día –me dijo-, al ver la Plaza repleta y verlo a Perón en el balcón, supe que sería peronista para siempre. Todo lo que vino después, la obra del general y de Evita, solo me confirmó que no me había equivocado, pero yo me hice peronista ese 17 de octubre”.
Manuel no sintió jamás la necesidad de preguntarme cuándo o por qué yo mismo me había hecho peronista dado que siempre supuso que fue por herencia. Nunca llegué a decirle que, más allá de la historia familiar y de las experiencias vividas, me hice peronista cuando a mis cinco años, una noche cualquiera, él me contó por primera vez sobre aquel 17. Cuando sentí su emoción y vi sus lágrimas, y cuando –con mi mente de niño- traté de imaginar a mi padre en medio de la Plaza, gritando por Perón. Con los brazos en alto y la voz enronquecida, los ojos inundados de llanto y de esperanza.