Francisco I acaba de irse tras doce años de un papado diferente a todos los anteriores. Humilde y carismático; bueno, frontal y solidario, vivió para servir a los demás. Ayudó sin pedir documentos y consoló sin requerir antecedentes. Fiel consigo mismo y con el prójimo, fue un hombre de pueblo al servicio de Dios. Siempre del lado de los buenos y los más débiles, fue un verdadero ciervo de Cristo; el pastor con olor a oveja que pretendía fueran también los demás religiosos. Sin preocuparse mucho por el qué dirán, el día que pidió “hagan lío”, ya había iniciado una revolución.
POR: NICOLÁS AVELLANEDA
Jorge Bergoglio siempre fue un tipo diferente. Una mañana de 1992 me enviaron de la radio para que le hiciera una nota (el Papa Juan Pablo II acababa de designarlo obispo titular de la diócesis de Oca y como uno de los cuatro obispos auxiliares de la arquidiócesis de Buenos Aires). Me topé con él ni bien entré a la Catedral por una puerta lateral pero, como no lo había visto nunca, no supe quién era ese sacerdote de sotana negra que, portando un termo y un mate, me sonrió, me saludó y de inmediato me dijo: “Mate, conmigo; café, al fondo…” Entonces, entre tímido y dubitativo le respondí: “Gracias, prefiero mate, pero antes tengo que hacerle una nota a monseñor Bergoglio…Vengo de Radio América…”
Él volvió a sonreír y respondió: “Ah, claro, no nos conocemos. Yo soy Bergoglio, pero no me digas ‘monseñor’; con ‘padre Jorge’ está bien. ¿Cómo te llamás? Y antes de la nota tomate unos mates…” Y ahí nomás me cebó el primero. ¡Así lo conocí, cebándome mates él a mí! Minutos después de ese primer momento, comprendería que no era yo el único privilegiado. «Vení, vamos afuera, que hay varios colegas tuyos esperándome…” En la vereda, sobre la calle Rivadavia, había dos o tres móviles y en todos ellos había periodistas y técnicos esperando los mates del padre Jorge.
A partir de entonces empezaría a bucear en la vida de ese cura tan raro que, de raro nomás, siendo obispo quería que lo siguieran considerando como un sacerdote más. También comencé a tratarlo seguido. A veces, periodísticamente, pero las más de las veces de creyente a cura. Un día le dije que me consideraba católico pese a no estar bautizado, aunque muchas cosas de la Iglesia –en particular de la Iglesia argentina- me molestaban mucho. Hizo un gesto vago y luego me dijo: “Lo del bautismo se soluciona muy fácil: búscate los padrinos y vení que yo te bautizo. Lo que no te gusta de la Iglesia –me imagino lo que puede ser-, va a ser más complicado, pero en algún momento va a cambiar. Aunque quizá no sean cosas de la Iglesia como institución lo que no te gusta, sino las actitudes de algunos hombres de la Iglesia. De todos modos –concluyó-lo importante es que te sientas y procedas como un buen cristiano, pese a no estar bautizado y a pesar de esas cosas que te molestan”.
Un arzobispo en el subte
Algunos años después –cuando era el flamante arzobispo coadjutor de Buenos Aires con derecho a sucesión-, un lunes al atardecer y al subir al subte A en Plaza de Mayo, vi a un sacerdote ubicado en uno de los asientos. Al acercarme, comprobé que era monseñor Bergoglio. Y me sorprendí. “¡Padre Jorge! ¿Qué hace acá?” le dije al tiempo de darle la mano. Con absoluta naturalidad, Bergoglio respondió: “Voy a Flores, a mi parroquia de toda la vida. Me bajo en Primera Junta y ahí tomo un colectivo” Yo retruqué: “Sí, me imagino, pero… Usted tiene un auto con chofer a su disposición…” Él me sonrió como le sonreiría un padre a un hijo al que ve equivocado: “Sí, ya sé lo del auto… Pero viajando así tardo casi lo mismo, no me cobran el pasaje, no gasto nafta y no lo jorobo al chofer…”
Fue esa tarde, en ese corto viaje –yo iba hasta Congreso-, cuando me animé a confesarle que, gracias a él, había empezado a confiar más en la Iglesia. Entonces me miró serio, me agradeció y luego me reconvino con dulzura. Bajando la voz, me dijo: “Bueno, pero no lo andes divulgando por ahí. Yo soy un hombre, tan pecador como vos y como cualquier otro. Agradecele al de Arriba, o la Virgen. Pero me alegra saber que estamos recuperando una oveja…” Y entonces ambos nos reímos con ganas.
Por esos días aún no sabía quién era en toda su dimensión aquel arzobispo que seguía vistiendo y viviendo como un cura más. No sabía de su actuación durante los días de plomo; no sabía de todas las vidas que había salvado. Y tampoco sabía que cierta vez y aprovechando el parecido fisonómico de ambos le había dado su propio documento a un perseguido político para que pudiera salir del país, arriesgando así su propia vida (si el fugado hubiera sido detenido portando el documento de Bergoglio, muy probablemente hubieran desaparecido los dos).
Salvador Bergoglio
En su libro “Salvados por Francisco”, el periodista y escritor Aldo Duzdevich ofrece sólidos y numerosos testimonios de perseguidos políticos durante el Proceso cuyas vidas fueron literalmente salvadas gracias al accionar de Jorge Bergoglio, por aquellos días Superior Provincial de la Compañía de Jesús de la Argentina. Como bien señala Duzdevich en su libro, Bergoglio no tenía militancia política: fue la cruda realidad que entonces tuvo que vivir, la tragedia que lo tocó de cerca lo que hizo que se comprometiera ayudando a muchos perseguidos.
Pero Bergoglio no solo fue ese “salvador” al que alude el libro del autor neuquino. Antes y después del horror implantado por el Proceso, el hoy extinto Papa Francisco fue un hombre de Dios comprometido seriamente con su país y el tiempo que le tocó vivir. Si bien todo sacerdote católico debe abrazar la así llamada “opción preferencial por los más pobres”, en el caso de Bergoglio y de los curas que se formaron bajo su influencia esa opción fue real, concreta e inequívoca. Cuando él decía que quería que “curas con olor a oveja” hacía alusión a que los religiosos debían preocuparse por la gente y ocuparse de ella; estar cerca y colaborar con los sufrientes, con los desvalidos y con los necesitados. En su concepto, primero había que ayudar, que auxiliar a quien lo necesitara. Lo demás, se vería después.
Así, han sido innumerables las personas que, de una u otra manera, fueron “salvadas” por Bergoglio, antes, durante y después de la última dictadura. Porque no solo ayudaba a los necesitados en cuestiones materiales –muchas veces ponía dinero de su bolsillo al ver que esa era la única solución posible en ese momento-. El padre Jorge abría sus brazos y su corazón. Y para ayudar en lo que fuere no pedía documentos ni antecedentes. “La iglesia de santos no sé dónde está, en ésta somos todos pecadores”, dijo más de una vez para explicar por qué no se le podía exigir pureza a nadie y mucho menos a quienes necesitaran ayuda material o espiritual.
A poco de asumir su papado, un cura amigo le contó que un conocido suyo tenía un programa de radio en una emisora muy humilde del conurbano. “Se muere por hablar con vos, por hacerte una nota, pero no le da la cara para llamarte ni el presupuesto para hacer la llamada”, dijo el sacerdote. Por toda respuesta, Francisco le dijo: “Bueno, dame el nombre del muchacho y de la radio; decime cuándo va el programa y pásame el número”. El cura le pasó los datos pero, al volver a Buenos Aires, por pedido del Papa no le dijo nada al periodista. Cierta tarde, a poco de comenzar el programa en cuestión, sonó el teléfono en el control. El operador dudó entre cortar la llamada o seguir hablando. Por suerte no cortó: era el Papa pidiendo salir al aire…
Il Papa della fine del mondo hizo lío
El padre Jorge nunca pensó en que sería Papa. De hecho, cuando a raíz de la renuncia de Benedicto XVI debió viajar a Roma para participar de un nuevo cónclave (en el anterior, en el cual finalmente los cardenales eligieron a Ratzinger, Bergoglio había estado muy cerca de ser el elegido), sacó un pasaje de ida y vuelta. Y ya en Roma, al salir del modesto hotel donde se había alojado para ir a participar del nuevo cónclave, no pagó la cuenta: la pagaría a su regreso para de inmediato volver a Buenos Aires. Estaba convencido de que nunca sería Papa.
Pero ni bien lo eligieron, empezó a plasmar su impronta. Lo primero que dijo a la gente reunida en la Plaza San Pedro fue que (sus colegas cardenales) habían ido a buscar “…un Papa della fine del mondo…”, aludiendo a la posición geográfica de nuestro país. Pero tal vez entendiendo, para sí, que lo habían elegido porque, en esas circunstancias y ante una Iglesia tan cuestionada, no tuvieron otra opción. Lo primero que hizo fue negarse a usar escarpines porque, explicó, eran muy caros y él estaría más cómodo con sus modestos zapatos negros. Y otra de sus primeras acciones tras su saludo inicial, fue avisar que tenía que regresar al hotel. Le dijeron que podían enviar a alguien. Pero se negó: “Tengo que retirar mis cosas y además tengo que pagar la cuenta”. El conserje del hotel casi se desmayó cuando vio entrar al nuevo papa, vistiendo una modesta sotana negra y pidiendo que le cobraran porque debía retirarse.
También sorprendió y mucho su decisión de no vivir en el Palacio Apostólico. En lugar de esa construcción amplia y fastuosa, eligió la Casa de Santa Marta, un edificio construido en 1996 durante el pontificado de Juan Pablo II, adyacente a la basílica de San Pedro y conocida principalmente por ser la residencia de los cardenales electores durante los cónclaves. Santa Marta no tiene, desde luego, las dimensiones ni mucho menos el lujo del Palacio Apostólico; muy por el contrario, es una construcción más bien modesta. Allí, Francisco dormía en una habitación de no más de 40 metros cuadrados, pero se sentía más cómodo y tranquilo.
En sus doce años de papado provocó más de un sacudón en la anquilosada Iglesia Católica. Incorporó formalmente a las mujeres; les abrió la puerta a homosexuales, lesbianas y travestis; se manifestó abiertamente contra las masacres cometidas por Israel en territorio palestino; abogó personalmente por el fin del bloqueo a Cuba y por el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre ese país y los Estados Unidos y dio reiteradas muestras –con palabras y con hechos- de su respaldo a las naciones más castigadas. Y hasta se dio el lujo de decir, con todas las letras que “Es mejor ser ateo que ir a la iglesia y odiar a todo el mundo”.
Sin dudas el Papa más carismático, más sensible y más cercano a la gente común de cuantos han habido hasta ahora; ése que según el mismo llegó desde el fin del mundo, Francisco I, acaba de irse para morar eternamente en la casa del Padre. Muy poco después de asumir su apostolado pidió a los jóvenes laicos y también a los sacerdotes de todas las edades que hicieran “lío”, dentro y fuera de la Iglesia. Con su modestia de siempre, se cuidó de destacar el lío que él mismo había comenzado a hacer. Quiera Dios que todos los destinatarios de ese pedido lo hayan oído y entendido. Y ojalá que hagan todo el lío que sea necesario para que los cambios que impulsó Francisco no solo no se detengan, sino que continúen.
El argentino más importante de la historia humana ya descansa en paz. Es de desear que su sucesor continúe el rumbo que él marcó. Francisco logró que una innumerable cantidad de incrédulos, descreídos, agnósticos, arrepentidos y ateos empezaran o volvieran a pensar que creer valía la pena. Si el próximo papa enfila para otro lado, los miles y miles de “recuperados” por el padre Jorge no tendremos más remedio que hacer lío.
Mucho más lío del que hizo el propio Francisco quien, en realidad, inició una revolución.