Salvo varios periodistas y algunos abogados nadie tiene la menor idea de quién es Nasrin Mokhtari. Y seguro que a la mayoría de los periodistas y de los abogados que sí saben quién es, Nasrin no les importa. Pero Nasrin debiera importarnos a todos porque lo que le pasó (y le sigue pasando) a ella, pudo o podría pasarnos a cualquiera de nosotros. Sí: aún aquellos que rechazaron y siguen rechazando la reforma judicial (la que de verdad debiera hacerse y no el lavado de cara que aún duerme en Diputados), y dicen que ellos no le temen a la justicia porque no cometieron ningún delito (lo mismo que decía Nasrin).
Por: NICOLÁS AVELLANEDA
Nasrin Mokhtari es una ciudadana iraní, que en algún momento llegó a tener un empleo importante en una dependencia del gobierno de su país pero que luego, por esas vueltas de la vida, terminó quedando sin trabajo, sin posibilidades de conseguir otro y prácticamente en la calle. Entonces fue cuando se dedicó a la prostitución VIP. En esa condición de prostituta cara, un día de mediados de 1991 llegó a Buenos Aires y pronto se contactó con varios de sus paisanos. Entre ellos uno llamado Qía, quien por esos días había inaugurado un coqueto bar cercano a la Facultad de Medicina de la UBA. En ese bar Nasrin decidió establecer su “base” de operaciones.
Todo iba más o menos bien para ella, al punto de que no se preocupó cuando el 17 de marzo del 92 ocurrió el criminal atentado contra la embajada de Israel y numerosos comentarios oficiales, públicos y privados comenzaron a involucrar en el hecho a la República Islámica de Irán, su país. Un día del mes de abril de aquel año Nasrin conoció a un ciudadano brasileño llamado Wilson, quien muy casualmente llegó a hospedarse en la misma pensión de la calle Rincón 83, donde también se hospedaba ella. Según declararía más tarde el brasileño (un personaje del cual nunca se supo si era un mentiroso, un estafador, un agente secreto o todo eso junto), él y la mujer iniciaron una relación amorosa. Wilson Dos Santos dijo también que un día cualquiera (sin motivo aparente) Nasrin le confió dos cosas: que ella había participado en el atentado contra la embajada y que más adelante habría otro ataque contra intereses judíos en Buenos Aires. Y agregó que antes de fines del 92 él y Nasrin decidieron irse a vivir a Europa.
Con esa sola declaración y sin prueba física ni documental ni investigación alguna, la “justicia” ordenó detener a Nasrin, quien por entonces estaba en París. La tarea, concretada en 1998, estuvo a cargo de un par de agentes de la SIDE, quienes la ubicaron y la engañaron ofreciéndole “un trabajo importante” en Buenos Aires. Ya en el avión, le dijeron que estaba detenida, la esposaron y le retiraron el pasaporte. Si eso no es un secuestro, que alguien diga qué es. Como se sabe, la investigación del caso –a cargo de la Corte Suprema en virtud de dos artículos de la Constitución Nacional que así lo establecen- no avanzaba (no hubo acuerdo, siquiera, en qué tipo de explosivos se utilizaron). Y el desconocimiento llegó a tal punto que, mientras por un lado se acusaba a Irán, al mismo tiempo se decía que el responsable era el movimiento terrorista Hezbollah (islámico musulmán chiita, de El Líbano).
Dentro de este berenjenal, un día Wilson Dos Santos declaró de nuevo ante la justicia. Fue entonces cuando admitió que había mentido sobre Nasrin, reconociendo ahora que ella no le había dicho nada acerca de ningún atentado y se justificó arguyendo que todo había sido un invento como parte de un libro que pensaba escribir. Llamativamente, jamás nadie investigó al brasileño pese a que en 1994, poco antes del atentado contra la AMIA, él se presentó ante el consulado argentino en Milán y denunció que estaba por producirse un nuevo ataque antisemita en Buenos Aires.
Ante esta nueva declaración del único que la había inculpado y la absoluta falta de pruebas en su contra, estaba claro que Nasrin debía quedar en libertad. Ya demasiado caro había pagado por la falsa acusación del brasileño. Y peor aún, con los abusos sexuales a los que era sometida por parte de varios policías federales de Comodoro Py cada vez que la llevaban a declarar. De hecho, una de las frases que mejor decía Nasrin en castellano era “Policía chupa pija”, en alusión a una de las prácticas “preferidas” por los uniformados que la abusaban.
Pero en el país donde los violadores de sus propios hijos cumplen prisión domiciliaria en el mismo domicilio en el que viven sus víctimas, y donde si se quiere matar a alguien basta atropellarlo con un auto porque matar con un auto es gratis, que un detenido quede en libertad porque en verdad resultó inocente es muy difícil. Mucho más difícil que se logre ubicar y se detenga a un culpable. Eso le pasó a Nasrin. Así –con esa parte de la causa a cargo del ahora ex juez Rodolfo Canicoba Corral, el que cada vez que se le consultaba sobre Nasrin decía “No sé qué hacer con ella”- la única decisión firme que se tomó fue no liberarla y trasladarla de la cárcel donde estaba al hospital neropsiquiátrico de mujeres Braulio Moyano. ¿Nasrin estaba loca? No, pero la “justicia” no sabía dónde tenerla. En principio estaba libre, pero nunca le devolvieron el pasaporte; ni le consiguieron donde vivir; ni trataron de reparar con dinero al menos una parte del daño que le habían causado; ni hablaron con Irán para que pudiera volver a su país. Y no solo no le dieron nada: tampoco, nunca, le pidieron perdón.
Finalmente, 16 años después de su secuestro, el procurador general adjunto Eduardo Casal –a instancias de un defensor oficial- pidió que Mokhtari fuera “desvinculada definitivamente” del caso. Pero ya era demasiado tarde: Nasrin no tenía dónde vivir, ni dinero, ni trabajo, ni siquiera la posibilidad de volver a prostituirse: de la bella mujer que había sido no quedaba ni la sombra. Actual habitante de las calles porteñas, hasta no hace mucho iba cada tanto a Comodoro Py, a reclamar la justicia que nunca tuvo. Y solía pernoctar en el Moyano donde, lamentablemente, ahora sí debiera permanecer. Es que como consecuencia de tanto sufrimiento, Nasrin se volvió loca. Gracias a un brasileño que sin dudas algo habrá hecho; a dos secuestradores con patente de corso; a un estado insensible y a una “justicia” inútil, corrupta y leguleya, que solo funciona bien cuando del otro lado hay poder o hay dinero. O, al decir de El Chavo, las dos cosas.
¿Y qué tiene que ver en todo esto la reforma judicial que en realidad debiera hacerse, o aún con el actual “emparchado” que se pretende? Tiene, aunque cuando el proyecto que sigue reposando en Diputados sea una reforma parcial que solo apunta a la justicia federal, precisamente la que le arruinó la vida a Nasrin. Argumentaciones ideológicas y tendenciosas al margen, nadie puede discutir que Coimeadura Py es, desde hace años, un reducto de jueces y fiscales venales (aunque también los hubo y los hay de los buenos), una suerte de bazar judicial donde los poderosos adquieren las causas y tribunales más convenientes a sus necesidades o las de sus amigos, parientes y allegados. Un lugar donde se hace un culto a la burocracia y donde el sentido común suele ser el menos común de los sentidos. Un reducto oficial que está en manos de doce tipos que se hacen encima de la Constitución, la ley y la democracia, salvo cuando no les conviene. Por eso es necesaria una reforma, aunque la que hoy duerme en el Congreso parezca apocada, casi mezquina, solo acotada a un sector. Claro que ese sector es sin dudas el más influyente, el más rancio y el que más se ha beneficiado dentro de la justicia a lo largo de los últimos 30 años.
Si hoy le preguntáramos a Nasrin Mokhtari si está de acuerdo en reformar la justicia federal, -loca y todo- ella no solo diría que sí: posiblemente propondría medidas concretas para esa reforma, como ponerles una bomba en el culo a los jueces y fiscales que le arruinaron la vida. Un acto criminal que no lo sería tanto pensando en todo lo que le hicieron.
En cualquier caso, sin locuras y sin bombas, la “reforma” –que más que “reformar la justicia” amplía en gran medida la actual estructura de la in-justicia federal- viene bien. Viene bien para que los juicios tarden mucho menos, para que los jueces y fiscales no digan –muchas veces con razón- que no dan abasto, para que nadie pueda decir que más que un fuero el federal es un feudo. Para que los fallos lleguen antes de que los culpables se fuguen o se mueran; antes de que las causas prescriban o antes de que los inocentes se vuelvan locos.
Y sobre todo para que la señora de ojos vendados que habita en los tribunales sea un poco más justa y no tan vergonzosa.